Tres cafés, tres decadencias
Café y cigarro, muñeco de barro
“La esperanza es paradójica. Tener esperanza significa estar listo en todo momento
para lo que todavía no nace, pero sin llegar a desesperarse si el nacimiento
no ocurre en el lapso de nuestra vida.”
Erich Fromm, La revolución de la esperanza
El señor Lombard había amanecido más temprano de lo habitual para asistir a la reunión con su editor, debió de ser por eso que permaneció totalmente pensativo en la cafetería singular donde solía desayunar, pasando los minutos en silencio como si fuesen horas. Removía su café cortado con la mirada perdida, recordando lo sucedido en las últimas semanas. Una mujer rubia, bastante atractiva, había cruzado ya un par de miradas hacia él, haciéndose la distraída. Su fama de galán que le había acompañado con suerte durante años se estaba convirtiendo en un insoportable peso, preguntándose qué clase de vida creía estar llevando, si de verdad era feliz lejos de la opinión de los demás. Desde pequeño fue marcado por la figura autoritaria de su padre, corrigiéndole su conducta, reprimiendo sus instintos, siguiendo los mismos pasos que él cuando a los veinte años decidió tomar las riendas de su vida y revelarse contra él, abandonando la empresa familiar y emprendiendo un viaje solo para alejarse de todo. Pero dicho viaje no duró mucho, pues en su libertad se sentía culpable de la caída de todos sus fundamentos con la desaparición de la figura del padre; la seguridad y protección que le brindaba. Reprimió todos sus sueños y volvió a la empresa sin ganarse más un gesto afectuoso por su padre; sólo le quedaron unos ojos fríos para mirarle hasta el fin de sus días. Cuando conoció a Mónica, su primer amor adolescente, pensó que volvería a encontrar el reconfortable calor que perdió en su vida, pero sólo fue un oasis en el desierto, así como otras mujeres. En ninguna encontraba los motivos y sentimientos suficientes que le hiciesen despertar el apego en ellas, querer compartir dos mundos en uno. No por ello se sentía mal o incompleto, pues satisfacía sus necesidades siempre que quería con cualquier mujer. Era considerado un hombre con mucho atractivo que nunca tenía problemas para estar acompañado en los ratos de soledad y lujuria. La vida en matrimonio con su primera mujer tampoco logró cambiar lo que necesitaba en su vida, y antes de que llegasen los niños, decidió divorciarse en el angustioso pensamiento de verse como su padre. Cada noche, después de la infusión y fumar, solía escribir en su diario las historias que surgían en su imaginación. En los días de lluvia, cuando más bajo tenía los ánimos, hacía un repaso a las primeras páginas del diario y allí veía con tristeza los dibujos del héroe que pereció en su realidad, el que nunca pudo manifestarse en ser o, ya en su estado, que alguno viniese a lomos de un caballo alado a salvarle de las garras del mundo. No: su destino no albergaba ningún papel importante en la Historia, algo con el que ser recordado para la humanidad… ¿Pero acaso él quería a los suyos? Se había convertido en una sombra más, sin hacer nada por nadie y siguiendo las reglas hasta el fin de su existencia. Tampoco haría nada extraordinario sin sueños propios que perseguir, tomando los desvíos que hiciesen necesarios y la lucha hasta ellos. Se había convertido en un alma débil. Observó su reflejo en el espejo y un escalofrío le recorrió el cuerpo; tenía ganas de gritar, huir de espanto ante la figura del hombre que veía. Las pocas parejas que habían sentadas en la mesa mostraban en sus miradas el inmenso sentimiento que les correspondían, entregadas aunque eso supusiese también el daño. Uno de ellos cogió una de las flores azules de la maceta de decoración y se la puso, en un tierno gesto, detrás de la oreja a su pareja, sonrojándose mientras esbozaba una sonrisa. Entonces se dio cuenta que la coraza con la que había crecido le había cubierto por completo hasta penetrar su corazón y convertirlo en una maquinaria más, sin poder lograr sentir amor. ¿Era el proceso reversible? El móvil sonó alterándole el puso: una llamada de su madre. Con frecuencia lo llamaba los mismos días de la semana, a la misma hora del trabajo y debía de recordarle que lo hiciese por la tarde. A veces tenía miedo que el alzhéimer que habían tenido algunos familiares suyos, también de amigos, se manifestase con la edad en ella… Incluso él con el paso del tiempo, por eso debió de tener parte de vocación a escribir en los diarios. Era una enfermedad que le costaba ponerse en la situación si la tuviera, aterrándole verla en sus cercanos y ser prisionero de ella. Imaginó que podría guardar un diario con cosas alegres en tal caso, al fin de cuentas, de su vida había poco más que valorase. Siguió tomándose el café cortado, que se le había enfriado en cada evasión, observando al camarero servir en una mesa. Miraba de vez en cuando el reloj, suspirando en cada momento, atendía todos los pedidos que había y cogía el móvil para escribir apartado en una esquina. Luego, lo dejaba en su bolsillo, volvía al trabajo y surgía el mismo ciclo. El último cliente, al que sirvió un capuchino con la taza a rebosar de nata y canela, le recordaba a un antiguo amigo que arrojó al precipicio del olvido con el tiempo por el poco interés que tenían en común y aprecio. Intentó mantener siempre la relación de amistad, empeñándose en conservarla, manteniendo presente los buenos ratos, pero cuando se dio cuenta había forzado tanto las cosas que nada tenía sentido. El hombre que se parecía a su antiguo amigo continuó haciendo un sudoku en el periódico que llevaba, mientras el tétrico reflejo en el espejo volvía a clavarse en su mirada. La cafetería se llenó de una atmósfera lúgubre, sin poder permanecer más tiempo sintiendo cómo se hundía en el río Estigia, escuchando los ladridos de Cerbero en su cabeza mientras se aproximaba al descenso del inframundo. Salió con el último sorbo de café. En la puerta, la mujer rubia que había visto al principio estaba fumando apoyada en la pared. El señor Lombard sacó su paquete de cigarrillos, secándose el sudor de la frente que le había ocasionado estar dentro. Nada más ponerse uno en la boca, la mujer se ofreció a encendérselo, mezclándose con el humo del tabaco la fragancia de su perfume a jazmín que aún podía conservar. Ambos permanecieron unos minutos como dos estatuas de mármol en la entrada de la puerta de la cafetería. La ausencia de cualquier emoción era a la vez lo que compartían en su silencio y soledad mientras fumaban. El cigarro se consumió, dando por finalizado el encuentro. La mujer se marchó sin decir ni una palabra hasta perderse de su vista, fundiéndose en el paisaje del camino de árboles otoñales. El viento se levantó, elevando las hojas secas de su alrededor, volviendo a resurgir las preguntas existenciales en su cabeza, como un martillo golpeando los clavos para colgar los grandes cuadros con interrogaciones que perdurarían la duda eterna siempre en él. De pronto, sintió un malestar y entró corriendo en la cafetería. Se dirigió al baño de caballeros, cerró la puerta y depositándose en uno de los retretes, olvidándose de encender la luz en la penumbra, gritó:
-¡Mierda!